Sólo una vez en mi vida me fue dado contemplar un rostro transfigurado. Se iniciaba el curso en Salamanca y a tal efecto se celebraba una misa. Uno de los concelebrantes era el obispo brasileño Helder Cámara. En el momento de la consagración su rostro irradiaba un júbilo tal que muchos de los presentes quedamos maravillados. La maravilla era él y la nuestra no era sino su efecto. Daba miedo tanta alegría, pues uno, atrincherado en su egoísmo, sabía que no podía proceder sino de una entrega suma.
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