Empezaba la jornada. Llegó una señora argentina solicitando ya no recuerdo qué cosa. Cada dos palabras intercalaba un “cariño”, “cariño” por aquí y “cariño” por allá. Gélido y educado, visiblemente molesto, protesté: “Señora, le agradecería que no me siguiese llamando ‘cariño’”. Ni un segundo tardó en mudársele el rostro. Me di cuenta al instante de que había metido no una sino las dos patas. Temblándole la voz y con los ojos humedecidos dijo: “Nunca nadie me había dicho tal cosa”. Reaccioné como pude: “Perdóneme, señora, no debí decirle lo que le dije”. “No, no, la culpa es mía”. “Usted no tiene culpa de nada, es su manera de expresarse, típica de muchas zonas, lleva media vida haciéndolo. Perdóneme”. La cosa quedó medio arreglada. Creo que ese día no me había levantado con muy buen pié. Pero aunque sea un término coloquial para según qué personas y en según qué zonas, y sobre todo porque no está uno acostumbrado, tanto, tanto, tanto cariño mata. Yo maté no devolviéndolo, claro.
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