martes, 25 de noviembre de 2014

Narf y León

Narf es el nombre artístico de Fran Pérez, amigo mío de la infancia. El pasado 14 de noviembre vino a la tierra que le vio nacer, Silleda, a cantar en O recanto, un entrañable pub tipo taberna, o taberna tipo pub, que antiguamente fueron unas cuadras que guardaban el ganado de la casa a la que pertenecían. Fran nos deleitó con sus guitarras eléctricas (utilizó dos, sucesivamente claro) y sus canciones: letras de Rosalía, de Castelao, un poemilla de su padre y otras. Al final, tras la canción que cantó en honor de su madrina, que estaba presente, se sentó conmigo y las que me acompañaban, mis hermanas María y Lucía, también amigas suyas de la infancia. Con cerveza y vino pasamos un rato delicioso recordando los tiempos de nuestros primeros años. A mí me pasmó que mi memoria no hubiese retenido cosas que contaron ellos: la camioneta de cabina color azul y desastrado remolque en la que jugábamos, el cochecito que conducía mi hermana María y en el que paseaba a Fran cuando era un bebé, el billete de cien pesetas que encontró un día mi hermano Ramón en el suelo y que llevó raudo a la boca para propinarle varios besos (nos partimos de risa oyéndoselo contar a Fran, sobre todo con los “mua, mua, mua” crematísticos de mi hermano que nuestro amigo imitó tan bien). Hubo otro recuerdo que abre un capítulo aparte, con el que sigo en el siguiente párrafo.

En una de las pausas entre canción y canción, Fran mencionó a otro amigo de la infancia, de él y también mío, Miguel, y a su perro León. Miguel, que estaba allí, me miró a mí con gesto de “sí, claro, ¿no te acuerdas?” y yo a él con gesto de “¿un perro, León?, no, no me acuerdo”. Terminado el acto y efectuadas las despedidas de rigor, en el pasillo de fuera me acerqué a Miguel para preguntarle por León. “Sí, hombre. Nacimos a la par, cachorrito él y bebé yo. Mientras yo continué siendo un bebé él en unos meses se convirtió en un perro enorme. Me acercaba a él a gatas primero y andando después a meterle los dedos en los ojos, en las orejas, en la boca, a fastidiarle la siesta vaya. León, que me podía haber mandado a veinte metros de un rabotazo, me agarraba entonces el cuello con sus fauces y me llevaba hasta el salón, donde me dejaba. Ni una marca me quedó nunca en el cuello. Lo hacía como si portase a un cachorrillo”. “Anda, qué bonito”, añadí encantado. “Años después murió y cuando fui yo mayor inquirí la causa de su muerte: mi padre me dio a entender que alguien lo había matado porque era un peligro ¡para los niños!” Seguro que se lanzaba a sus cuellos y los mataba a dentelladas...

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