viernes, 21 de noviembre de 2014

Los ancianos

No sé cuando pensé por vez primera en mi propia vejez; seguro que después de los treinta y antes de los cuarenta. La imagino alguna que otra vez, sin temor la mayoría de las ocasiones. Lo que sí me hace sentirme temeroso es cuando oigo la opinión de algún mayor quejándose de su vejez, el dibujante Quino, por ejemplo, de actualidad hace poco tras habérsele concedido el premio Príncipe de Asturias de Comunicación: “la vejez es un coñazo”, dijo. No viendo bien y moviéndose en silla de ruedas esto se entiende, claro: “cuando te haces viejo es como si hubiera venido un régimen que te va prohibiendo cosas”, “y no sólo placeres, sino necesidades vitales de moverse”, “un golpe de estado” que da “un fascista”, vaya. Por el contrario, si es otra la experiencia de un anciano mi temor desaparece, la del escritor Ramiro Pinilla, por ejemplo, recientemente fallecido, del que se escribió entre otras cosas esto: “Ramiro Pinilla era un anciano feliz. Pletórico”. Si no tenía graves problemas de salud, cosa que supongo, le era más fácil, como es evidente. Si se está razonablemente bien y uno tolera con buen humor las inevitables goteras de la edad tardía, puede la vejez ser una edad feliz. El arrugamiento físico del que es testigo el espejo no tendría que ser un problema, y no lo es en la mayoría de los casos. Es en la edad última cuando yo percibo una diferencia entre los ancianos que son creyentes y los que no lo son: la esperanza aúpa a los primeros mientras que la falta de ella me parece que mengua a los segundos. Creo que tiene más posibilidades de ser feliz el anciano que es creyente que el que no lo es. Hay cartas que en esta edad ya no se tienen, la de la vitalidad física y el mucho tiempo por delante por ejemplo, y acaso los agnósticos y los ateos acusen más su falta. O a lo mejor todo es mucho más complicado, que seguro que lo es, y será cada anciano y cada anciana el que tenga que contar su historia.

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