La campechanía del papa
Francisco se impone de puro evidente. De repente nos hemos dado cuenta de que
toda la pompa que rodeaba al papado, de la que él se deshizo con tanta
determinación como sencillez, nunca debió existir. Si yo estuviera sentado en
la sala correspondiente a la espera de ser llamado para tener una audiencia con
él, estaría de lo más tranquilo. Una vez que llegase mi turno, me dirigiría a
él como quien se dirige a un viejo amigo y le diría: “¡Qué tal, Francisco!”
Sería un tú a tú entre dos seguidores de Cristo y en este sentido entre dos
iguales, con la “pequeña” diferencia de que él sucede a Pedro de una manera y
yo de otra.
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