Emerge un recuerdo y me trae
Besançon, ciudad del medioeste francés. Hace más de veinte años, de vuelta de
Alemania camino a casa, estábamos en ella mi amigo Emilio, su hermana Mary, mi
hermana María y yo. Paseábamos por la calle y mi hermana tenía necesidad
urgente de ir al baño. No veíamos dónde hacerlo, ningún café, ninguna taberna,
nada. Divisamos la señal de unos servicios públicos y respiramos aliviados.
Pero al llegar, qué rabia, la mala suerte quiso que estuviesen pechados. Seguimos
caminando, a paso muy vivo, mirando a derecha y a izquierda sin que apareciese
ningún lugar que contuviese unos excusados. Al fin nos vimos al frente de un
bar grande, medio oscuro, lleno de hombres. A María la frenó el temor. Todas
las miradas, que nosotros imaginamos torvas, estaban puestas en nosotros, sobre
todo en mi hermana: a buen seguro que era muy raro que entrasen turistas extranjeros
en tal sitio y más raro que alguno de ellos fuese una mujer. “A saber cómo
estarán los servicios”, musité. “Me da igual, no aguantó más”. Y allá que se
fue, por en medio de los posibles violadores. Cuando entró en los servicios y
dejé de verla pegué un respingo. Regresó sana y salva. “¿Qué?” “Respiré con la
boca para no oler y me puse en cuclillas, ya sabes, era uno de ésos a ras de
suelo”. Los dejamos con un palmo de narices, a los asesinos.
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