Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo.
Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo:
-El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra.
E inclinándose otra vez, siguió escribiendo.
Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo:
-El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra.
E inclinándose otra vez, siguió escribiendo.
Este inclinarse y ponerse a escribir en el suelo
de Jesús, ¿es una treta disuasoria, una contención de su ira, un acto de
soberanía cuyo significado se nos escapa? ¿Por qué lo hace? ¿En qué piensa
Jesús? ¿Qué escribe, no una sino dos veces? El desconcierto de los escribas y
fariseos debió ser mayúsculo. ¿Qué pensaba mientras tanto la mujer adúltera,
que, seguramente muy cerca de él, en el suelo, veía como el Maestro se agachaba
y se ponía a su altura, si bien todavía no la miraba sino que sólo escribía?
Jesús se adueña de la
situación, como siempre, y como si nada, desconcertando a veces, como aquí. No
es dirigido sino que dirige; vuelve de cara lo que le traen del revés; su
sabiduría confunde “las sabidurías”; su sencillez, la complicación; su
silencio, la altisonancia. Jesús, espontánea, naturalmente, es el Señor.
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