Cuando mi “yo ocurrente” se para y deja sin
ocurrencias a mi “yo ejecutivo” (J.A. Marina) no estoy en las nubes, ni me voy
por los cerros de Úbeda ni pienso en las musarañas. En cambio cuando sí las
deja, o en lenguaje romántico, cuando la musa vuelve, sí estoy en ciertas
nubes, me voy por ciertos cerros de Úbeda y pienso en ciertas musarañas: ellas
me arrebatan y envuelven y entonces pasa lo que pasa pues ya no estoy en este
mundo. Hoy, por ejemplo, después de pasar la fregona subí a mi habitación con
el limpiasuelos; en otra ocasión, tras quitarme las lentillas y salir del baño,
volví a entrar a quitármelas; vuelvo a mirar si he cerrado con llave a las
puertas porque “no estaba” cuando ya las había pechado; me cepillo los dientes
sin enterarme de que los estoy cepillando, etc. Y es que al venir la
ocurrencia, zas, mi yo ejecutivo, absorbido por ella, comienza a centrifugarla.
Hay momentos en que la musa casi me inunda y le ruego que tampoco se pase: la
sequía no, pero caramba tampoco la anegación. A propósito de este segundo
aspecto hay un dato estremecedor que cuenta Ortega y Gasset en El hombre y la gente: “No hace muchos
años, mi grande amigo Scheler -una de las mentes más fértiles de nuestro
tiempo, que vivía en incesante irradiación de ideas-, se murió de no poder
dormir”. Y digo “estremecedor” si es que una de las causas del insomnio fue su
“incesante irradiación de ideas”, la ocurrencia imparable de su musa a la
postre fatal por no permitirle dormir. En su tenor literal no parece que
establezca Ortega tal relación de causa-efecto, pero la yuxtaposición de las
dos afirmaciones me impele a pensar que sería posible que tal cosa ocurriera:
si no morir, sí quedar psíquicamente derribado por no poder frenar a un yo que
de tan ocurrente terminase por resultar devastador.
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