En el mesón donde descansaba San Francisco, había “una mujer
bellísima de cuerpo, pero de alma sucia, y la maldita le provocó a pecar (...)
Había allí un hogar con mucho fuego (...) Llevándola al hogar, con fervor de
espíritu se quitó el hábito y se echó encima de las ascuas esparcidas por el
suelo, convidándola para que también ella fuese y, desnudándose, se echase con
él en aquella cama tan mullida y hermosa. Y estando así san Francisco largo
rato con alegre rostro, sin quemarse ni levemente chamuscarse, la mujer, espantada
con el milagro y enternecido su corazón, no solamente se arrepintió de su
pecado y mala intención, sino que también se convirtió a la fe de Cristo” (Las florecillas de San Francisco, cap.
XXIV).
Santo Tomás de Aquino en situación similar manejó el fuego de
muy distinta manera, según nos cuenta Chesterton en su Santo Tomás de Aquino: “Sus hermanos introdujeron en su habitación
a una cortesana muy pintada y singularmente seductora, con la idea de
sorprenderle con una súbita tentación o, al menos, de envolverle en un
escándalo (...) Surgió de su asiento, arrebató un tizón del fuego y lo blandió
como si fuera una espada ígnea. La mujer, como era natural, comenzó a dar
gritos y huyó, que eso era lo que él deseaba (...) Todo lo que hizo (él) fue
correr detrás de ella hasta la puerta y cerrarla con furor, y luego, a la
manera de ritual, juntó el tizón a la puerta y la tiñó con un gran signo de la
cruz. Volvió después y lanzó el tizón al fuego”.
San Francisco convidó a la
tentadora al fuego; Santo Tomás la espantó con él.
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