A uno, por más casas que vea, no le gusta otra que la que dibujaba de pequeño: tejado a dos aguas, dos ventanas y una puerta. En arquitectura, florituras las mínimas, hasta rozar lo simple. La piedra que sea de granito gallego, y mamposteada en el estilo de mi región. Tejas, el tipo español, de barro y color terracota, la clásica, vaya. Las puertas y ventanas de madera no sé si las prefiero verdes o en alguna gama de los marrones, el del cedro o el de la miel por ejemplo, y no al ras sino un poco adentradas. ¿Con marco, sin marco? Tal vez lo primero, pero muy sencillo. La puerta principal tendrá cuatro paneles rectangulares, los de abajo más cortos que los de arriba; el lado superior de estos últimos, curvilíneo.
El interior será cálido, usando por eso de la paleta de colores sólo el blanco, el vainilla, el hueso, el miel, el ocre y similares, con pocas cosas y mucho espacio, abundante en líneas rectas y echando mano de alguna curva, con suelo de madera. No habrá alfombras; tampoco lámparas, sólo plafones redondos, salvo que encuentre alguna que parezca un plafón que se descuelga del techo. Ningún elemento avasallará a ninguno de los sentidos, por lo que no será deslumbrante sino simplemente bonito y acogedor. Las cosas estarán colocadas de tal modo que parezca que se hubieran acordado entre ellas para ofrecer una imagen natural y conveniente. Bibelots, los mínimos. Habrá flores y ramas verdes. El único lujo que me permitiré será una gran pantalla para mi arcadia cinéfila de todas las noches. El asiento del sofá será duro y no demasiado mullido el respaldo, con chaise longue.
Estaré solo cuando quiera estar solo, y aceptaré no estarlo -qué remedio- cuando otra cosa no se pueda. Tendré que aprender a aburrirme cuando no me apetezca hacer nada. Los seres amados tendrán en la mía su casa, con orden y concierto.
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