Pensé en llevar uno de sus LPs para que me lo firmase; también en una rosa roja, que arrojaría a sus pies al final de la actuación. No hice ni lo uno ni lo otro sino, mientras esperaba en la butaca número 8 de la primera fila, arrancar una hoja de la pequeña libreta que llevo siempre conmigo y garabatear:
“Gracias por Peces de ciudad, la canción más hermosa del mundo.
Suso.
Santiago, 17-06-2011”.
Las luces se apagan. Cuando se encienden, Rosa Torres Pardo está al piano tocando una pieza. Falta Ana Belén. La luz del foco cae sobre el fondo del escenario y allí está, con un jersey negro de cuello de pico, largo, unos pantalones negros ceñidos que descubren unas piernas muy delgadas y unas francesitas negras con un poco de plataforma.
El espectáculo se llama La vida rima, con guión de Luis García Montero y dirección escénica de José Carlos Plaza. Negros son también los cortinones y el collar de piedras de azabache de Rosa Torres Prado, su jersey de malla y su pantalón flojo y raso. Caigo en la cuenta de que la ausencia de colores concentra la atención en lo único que importa: los rostros, las voces, las manos, los movimientos. El no-color negro, a estos efectos, es el único fondo y relleno posibles.
Al teclado, Rosa Torres Prado, y al gesto y la voz, Ana Belén, si bien la primera hace pequeñas incursiones en el terreno de la segunda. Los interludios narrativos, en los que la protagonista de El amor turco pregunta, piensa en alto, contesta, ríe, se mueve y baila, nos llevan de una canción a una pieza pianística, la cual da paso a la interpretación de un poema, que vuelve a enlazar con el piano. Unos versos de El Cántico Espiritual de San Juan de la Cruz, tras el comienzo al teclado de la pianista, abren un desfile integrado por Mompou, Alberti, Mozart, Cernuda, Albéniz, García Abril, Beethoven, García Lorca, Bartok y otros. Éste último entra en escena gracias a un divertido juego de palabras:
-… a toda vela!
-¿Bela?
-¡Bartok estoy de todo!
En varias ocasiones la chica de la calle del Oso se sienta. Endereza del todo la espalda, junta las piernas y pone sobre ellas las manos, para escuchar a Rosa. Ésta, como todos los pianistas, mantiene también su espalda muy recta. Sólo así puede atacar con fuerza el piano. Arranca la concertista madrileña y lo que fue pródigo en la actuación de Ana Belén lo es también en la de Rosa, completamente entregada: lo dice su rostro, su cabeza, los brazos, las piernas, y sus manos.
En falsilla aparece la situación contemporánea, aunque podría ser la de cualquier otra época. Fragores de guerra en algún momento, “ya no valen las promesas, que nadie prometa nada”, y otros apuntes. No se adoctrina salvo que esto consista en decir, con altura y profundidad artísticas, en tono leve y a la vez firme, envuelto, o atravesado todo por un fino humor, que la infancia vale, la verdad, la poesía, la música, que valen el amor y la vida. “La vida tiene sentido”, se afirma en algún momento; “hay una segunda oportunidad”, se repite en varias ocasiones.
Dos intérpretes excepcionales, Rosa Torres Prado y Ana Belén, dan carne y vuelo a una obra magnífica. Un regalo.
Agito mi papel para que se acerque y lo recoja; está a un metro de mí, recibiendo los aplausos del público. Creo que me ve por el rabillo del ojo y acaso piensa que se trata de un jillado, o puede que no me vea. ¿Qué hago? Subo por las escaleras al escenario, me dirijo a un tramoyista y le pido que me haga el favor de entregarle mi nota. “Millor é que fale co que está na mesa de luz e sonido”. Allí me dirijo. “Hola. ¿Podría entregarle esta nota a Ana Belén?” Su seriedad se trueca en sonrisa cuando la lee. “Sí, ella está ahí”.
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