El universo mítico de la infancia lo conforman personas y lugares. En el mío, entre las primeras se encontraba César, seis años mayor que yo, y al que el niño que yo fui veía ya como el hombretón que después fue, dada su corpulencia y su altura. Él, su hermano Carlos y mis hermanos Ramón y Pepe formaban una bonita pandilla, que continuó muchos años después, ahora de caza, cuando se unieron a la de sus padres. Carlos acabó descolgándose, pero César y mis hermanos, con pasión, no dejaron ya nunca de ser cazadores. En el monte y fuera del monte una excelente amistad se había trabado entre ellos. Mi cariño por él, mítico y fundacional, como todo lo que corresponde a la infancia, se mantuvo incólume, y cada vez que nos cruzábamos el saludo que yo le dirigía llevaba todo ese cariño, así como también lo traía el suyo para mí, el que merecía por haber sido y continuar siendo “el hermano pequeño” de Pepe y Ramón. Yo al menos así lo sentía, cosa que, lejos de desagradarme, me complacía mucho, como el encontrármelo con Pepe en las a veces gélidas mañanas de los jueves, durante la temporada de caza, cuando yo marchaba a trabajar y ellos esperaban que llegase Ramón desde Vigo.
Antes de ayer, a las nueve de la mañana, un infarto pudo con él y lo fulminó mientras tomaba un café. “Deja un vacío enorme, le dijo su madre a la mía; lo llenaba todo”. Es lo que hacen los grandes, llenarlo todo.
Descansa en paz, César.
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