Una guerra “limpia” sería aquélla en la que, una vez que se abate al enemigo, el vencedor no se ensaña con él, evitando posteriores violencias, torturas, pillajes, venganzas. Como a enemigo se le derrota pero como a hombre se le respeta, y como tal es tratado en tanto que permanece prisionero.
La guerra civil española fue puro terror incivil, abyecto, atroz, implacable, como yo nunca hubiese imaginado y del que ahora sé algo gracias al libro El holocausto español. Odio y exterminio en la guerra civil y después, de Paul Preston, quien, provincia por provincia y casi pueblo por pueblo, da cuenta de cómo se mato, a quién se mato, por qué se mató, tanto en un bando como en el otro, si bien este “tanto… como” no señala ninguna simetría que reparta culpas por igual: en el bando de los rebeldes, con los abominables Queipo de Llano, Mola y Franco a la cabeza, se planteó como principio y norma una guerra de terror y exterminio de cuanto oliera a “rojo-masón-judío-bolchevique”, mientras que en el bando republicano el odio aniquilador se practicó desde abajo, obra sobre todo de anarquistas y milicianos, a los que el Gobierno de la republica muy a duras penas pudo contener, entre otras causas porque todo el aparato policial y de seguridad del Estado se vino abajo a raíz del golpe.
El horror se dio el placer de campar a sus anchas, sobre todo el diseñado y puesto en práctica por aquel monstruo tricéfalo y sus secuaces, y al que respondieron las cuadrillas anarquistas y milicianas. Desconocía que “nuestra” guerra hubiese alcanzado tales grados de espanto y crueldad. Tenía necesidad de saber cómo se había desarrollado. Ahora ya lo sé.
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