Aquellos quince días de mi infancia que pasamos mi madre, mi hermana Lucía y yo, en Sangenjo, en el piso que tenía alquilado mi hermano Rodrigo, quedaron indisolublemente ligados al Hey, hey, my, my de Neil Young, uno de cuyos discos, entre los muchos que tenía mi hermano, era el que más pinchábamos. Durante años, si por un motivo u otro se activaba este recuerdo, de inmediato Sangenjo, el verano, la playa, el calor, la piel bruna, el olor de los aceites protectores, se volcaban sobre el presente envueltos por el Hey, hey, my, my con profunda emoción. La remembranza era una, introceable: no venían por un lado los untuosos días de sol y playa y por otro el estribillo de Neil Young, sino todo a un tiempo.
El paso de los años ha desgastado el vigor proustiano de este recuerdo, vaciándolo de encantamiento y mitología. Su misión, la que fuese, ya se ha cumplido, aunque, quién sabe, acaso algún día me arrebate de nuevo.
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