viernes, 29 de octubre de 2010

Teorema

Teorema (1968), de Pier Paolo Pasolini. Estamos en Milán, en los años 60, en el seno de una familia de la alta burguesía. Son vísperas de la llegada de Eduardo (Terence Stamp), un joven amigo de la familia. Eduardo apenas habla, es, está, centro en torno al cual todos los demás bullen, anhelantes. Se le ofrece primero Emilia, la sirvienta, y él se entrega. Después Pietro, el hijo, Odetta, la hija, Lucía (Silvana Mangano), la madre, y Paolo, el padre. En la actitud de ellos se mezcla el deseo, la súplica y el ofrecimiento. Eduardo, bello, dócil, asequible, no los rechaza. Responde a su solicitud y calma su desasosiego, entregándose. Bajo su forma de gigoló, Eduardo es el inocente, el ángel tranquilo que, uno tras otro, los cubre con sus alas consolándolos de su vacío y su desamparo. Pero llega el día en que anuncia su marcha. Es el turno de las confesiones y las palabras. Todos le hacen saber el cambio que ha operado en ellos, el vacío en que los deja su marcha. Eduardo escucha, calla, acompaña. Finalmente se va y surgen las reacciones.
Emilia, la sirvienta, vuelve a su pueblo. Se sienta en un banco pegado a una pared, dentro de una especie de plaza o de patio. Sus vecinos la han visto llegar. Permanece sentada, inmóvil, muda, sin atender a las preguntas y ruegos de sus cercanos. Su único gesto, después de haber rechazado todas las comidas, es señalar una planta de ortigas. Es lo que come, sopa de ortigas. Su pelo ha encanecido. Un día, para sobresalto de todos, la ven suspendida en el aire sobre el tejado, con los brazos en cruz. Más tarde, al amanecer, sale del pueblo acompañada por una vieja señora. Llegan a un hoyo excavado en un arrabal y Emilia le pide que la cubra de tierra. Sólo quedan al descubierto sus ojos. “Vete, mis lágrimas no son de dolor”. La anciana arroja la azada y marcha.
Odetta, la hija, contempla en su habitación las fotos que le había hecho a Eduardo. Se echa a llorar sobre la cama, desesperadamente. Cuando la encuentran está rígida, con los ojos abiertos y el puño crispado. La ingresan en un hospital psiquiátrico.
Lucía, la madre, coge el coche y deambula por la ciudad. Cruza su mirada con un joven. Se para y él sube. En la casa de éste hacen el amor. Mientras duerme, Lucía marcha y circula otra vez por las calles. Se detiene junto a dos jóvenes, a los que deja subir. Salen fuera de la ciudad y llegan a un descampado, al lado de una vieja iglesia. En una zanja, tiene lugar el encuentro sexual con uno de ellos. Los deja después en un pueblo y retorna a Milán. Pero al pasar junto al descampado enfila el coche y aparca junto a la iglesia. Lucía entra y cierra las puertas.
Pietro, el hijo, descubre una posible vocación artística. Cubre cristales con surcos de pintura. Finalmente decide marchar a vivir solo en un apartamento, donde se entrena como creador. Pone en el suelo un cuadro pintado de color azul. Orina sobre él.
La autoestima de Paolo, el padre, ha caído en picado tras su encuentro con Eduardo. ¿Por qué ha salido a flote su homosexualidad? Por esto y por más cosas. Lo vemos en una estación de tren. Sus ojos se cruzan con los de un joven que está sentado. Se levanta y se dirige a los lavabos, en los que entra no sin antes volver su cabeza hacia Paolo. Pero Paolo no va tras él. Se desplaza unos metros y se para. Comienza a quitarse la ropa hasta quedar desnudo. La gente se arremolina a su alrededor. La cámara enfoca sus pies, que se abren paso entre la multitud. En la siguiente imagen, Paolo, desnudo, corre por un desierto gris. Lanza un grito.
Este páramo de ceniza había aparecido unos minutos después del comienzo de  la película, al tiempo que se oían estas palabras: " Y Dios llevó a su pueblo a través del desierto".
¿Emilia y la mística? ¿Odetta y la locura? ¿Lucía y la conversión? ¿Pietro y el arte negador? ¿Paolo y la desesperación que purifica? El teorema de una desintegración tras la que ¿se abren caminos o se cierran? ¿Se alza la esperanza o cae la desesperación? ¿Quién es Eduardo? ¿Ángel o diablo?

5 comentarios:

Conrad López dijo...

A veces me he imaginado mis pecados como enormes rocas, resbaladizas y frías sobre el fango del suelo. Subir a lo alto de la roca es difícil, pero perfectamente posible. Si me subo a lo alto de la roca tengo dos opciones: dejarme caer de nuevo o aprovechar la altura para saltar hacia arriba, a un terreno más transitable.

Quizás haya rocas que son la última oportunidad para dejar de transitar por el lodo, pero en cualquier caso subir las rocas para dejarme caer de nuevo acaba por agotar mis fuerzas y mis posibilidades.

Y Eduardo es un demoniaco de libro.

Conrad López dijo...

Conste que no he visto la película. La verdad es que Pasolini no despierta precisamente mi escasa pasión cinéfila, jejeje

Jesús dijo...

A ver si te entiendo. Si me subo a la roca de mi pecado, es decir, si me sobrepengo a él, lo venzo y puedo subir más alto, por encima del pecado. ¿Es así? Pero tu texto es polivalente. Se puede tirar en diversas direcciones.

Conrad López dijo...

Si, tienes razón.

Lo que quiero decir es que el propio pecado puede (debe) servir de punto de apoyo para superarlo.

Los personajes que describes se ven todos en lo alto de una gran roca tras su encuentro con Eduardo, y cada uno asume de diferente forma la llegada a lo alto de la roca (y el cansancio acumulado de las rocas anteriores), el lodo acumulado en los pies ...

Jesús dijo...

Yo tengo la impresión de que ninguno vuelve al lodo. Donde en realidad quedan lo deja abierto Pasolini, o quizá no tanto, no sé. Anímate a verla y me cuentas.