El verano es un patio. El invierno, un claustro. Me gustan más los patios que los claustros y a medida que pasan los años mayor es mi preferencia por los primeros.
Pues bien, henos aquí de vuelta al claustro. Las lluvias enterizas, plomizas, nos encierran dentro. Por muy casero que sea uno, que lo soy, lo soy de casa con huerta, patio y jardín, todo un poco revuelto, nada versallesco, con lo cual, llegado el invierno, esa parte posterior queda clausurada, a merced de fríos y lluvias. “Hacia dentro, hacia dentro”, ordena el invierno, y uno, mal que le pese, con la cabeza gacha asiente. Habrá quien necesite invernar para entrar dentro de sí y producir sus frutos. Acaso yo también, y la vuelta a los cuarteles de invierno sea volver a la habitación pascaliana, con velas (flexos) a lo Georges de La Tour, para dar de sí lo que se lleva dentro. Pero el verano no me expropia hasta el punto de dejarme sin interioridades, nada de eso. En el patio y a la sombra del kiwi, con luz solar entorno, es como uno quiere estar y gestar.
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