El mal anima a no creer, el mal anima a creer: obstáculo para la fe y acicate para la fe. Recuerdo las dos respuestas distintas que dieron dos víctimas de los atentados de Madrid del 11 de marzo de 2004 un año después de ocurrida la tragedia. “Antes era agnóstico, ahora soy decididamente ateo”, había dicho uno. El otro, que había perdido a su mujer, se expresó en estos términos: “Tiene que haber algo más, no puede ser que esto sea todo”. Para unos el mal es última palabra y no hay más que hablar: él mal gana. Para otros es intolerable que sea él la última palabra: no, es penúltima y será la verdaderamente última la que lo venza. En última instancia, es la libertad del hombre la que escoge un camino u otro. En Shoah, el impresionante documental sobre el Holocausto de Claude Lanzmann, una de las supervivientes entrevistadas declaró que Auschwitz había sido tan horrible que hasta Dios había huido de él. Pero otros lo trajeron, como el padre Maximiliano Kolbe, que no desfalleció y siguió ejerciendo como pudo su ministerio llevándolo hasta su más alto grado, la entrega de la propia vida al ofrecerse para reemplazar a un compañero, padre de familia, que había sido señalado para morir de hambre. Ante el mal Dios huye abandonando al hombre, dice la primera. Ante el mal Dios se ofrece para sufrir con él, dice Maximiliano Kolbe. Cara y cruz. Pero sólo la cruz salva.
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