viernes, 8 de octubre de 2010

La residencia

Quedó llorando. El que hacía las veces de bedel le pasó el brazo por encima de los hombros. Cuando llegamos ya nos había parecido un hombre bueno. Nos dimos la vuelta y seguía allí, tras la puerta, sollozando. Nos dijo adiós con la mano. Se sentía triste y desamparada en este su nuevo mundo, la residencia de ancianos. Llevaba poco tiempo, no mucho más de un mes, y seguía haciendo duelo por su casa, en la que había vivido sola, sí, pero en su hogar. La decisión de trasladarse a una residencia la había venido sopesando desde hacía un tiempo. Sin más familia que sus hermanos, cuñadas y sobrinos, todos en Venezuela, con una pierna aquejada de poliomielitis desde que era niña, llegaría un momento en que ya no se habría valido por sí misma. “Nunca pensé que acabaría en una residencia”, nos dijo. El choque con otros viejos como ella, unos con andador, otros en silla de ruedas, la abatió profundamente. En la habitación se mostró muy parlanchina, como siempre, dándonos detalles de su nueva vida allí. Se refirió a su compañera de habitación, al resto de las ancianas: “Dios me libre de sentirme mejor que nadie, quién sabe en que me convertiré, pero me parecen todas unas chismosas”, a los hurtos que tenían lugar -su dinero lo tenía a buen recaudo una de las jefas-, al hecho de que la hubiesen dejado sin tijeras y agujas: “¿Y qué hago si me cae un botón? Y tengo un pantalón nuevo al que quiero subirle”. Pasaba el día encerrada en su habitación para no ser testigo de la decrepitud de los otros. Le bastaba con la suya. Nos acompañó hasta abajo. La besamos, la acariñamos, mientras le caían las lágrimas. Quedó en manos de un brazo protector.

2 comentarios:

Fernando dijo...

Ay, Suso, tu post refleja perfectamente el terror futuro de los que vivimos solos: "duelo por su casa, en la que había vivido sola, sí, pero en su hogar".

No hay un día en que no pensemos en esta lejana amenaza.

Jesús dijo...

Sí... ¿No habrá manera de que el "ay" se convierta en un "guau"?