Un día, su madre, octogenaria, pegó un traspié y cayó en la acera. Ya no conservaba el equilibrio de antes. No era la primera vez que le ocurría, de modo que a partir de entonces ya no se atrevió a ir sola a ninguna parte. M.I., su hija, no tuvo más remedio que acompañarla todos los domingos a la misa de doce. Doña M. de un lado se apoyaba en su bastón y del otro en el brazo de su hija. Siempre se había sentado en la primera fila y la nueva circunstancia no mudó su costumbre. Esta cercanía al altar ¿fue decisiva para que M.I. se acercará a su antigua fe? El caso es que un día se confesó, comenzó a comulgar y ya no dejó de hacerlo. Toda contenta, su madre se lo comentó a la mía: “Pilar, si mi caída valió para que mi hija volviese a la iglesia, ¡bendita caída! Me volvería a caer mil veces”.
La próxima comunión de su hija la animó a volver a misa los domingos previos a aquella, después de muchos años sin hacerlo. Sólo se trataba de un mínimo aggiornamento, para ponerse a tono con las circunstancias. Un domingo se leyó la segunda carta de San Pablo a Timoteo. Al escuchar “perseverad en lo aprendido” (3, 14), todo se le removió por dentro. Su infancia se volcó sobre ella como un rayo, lo que de niña había aprendido sobre la fe, lo mismo que ahora estaba aprendiendo su hija, y que la requería sobre su perseverancia. “Recupera a esa niña creyente que fuiste, desde ella impúlsate y echa de nuevo a andar”, sintió que alguien le decía. El aggiornamento ya no sería mínimo sino máximo, profundo. Duraría toda su vida.
Tenía más de setenta años y toda su cristianía* había quedado arrumbada en algún desván de su memoria. Le gustaba la radio y un día, moviéndose por el dial, dio con Radio María. De afiliación católica, al oyente se le brindan reflexiones, enseñanzas, oraciones, lecturas de la Biblia. El dial ya no se movió de aquí. Las voces de la radio fueron escarbándole hasta dar con su fe sepultada, a la que poco a poco reflotaron. No tardo en enfermar mortalmente. Pocos días antes de morir pidió la presencia de un cura. Quería confesarse. Así fue. El sacerdote le comentó a su mujer que había hecho “una muy buena confesión”. A los pocos días murió. Su hermana, por la que supe todo esto, había estado rezando incansablemente por él. Cuando le informaron que se había confesado, lo primero que preguntó, apurada por la emoción, fue la hora en la que había tenido lugar la confesión. “A las cinco y veinte”. Justo a esa hora había estado ella arrodillada en una iglesia de Santiago.
Sigue habiendo conversos. Yo he sabido de estos tres.
Sigue habiendo conversos. Yo he sabido de estos tres.
*"Creamos esta palabra para designar la realización personal y creadora de la realidad cristiana como vida y como vivencia en el sujeto creyente" (Olegario González de Cardedal, La entraña del cristianismo, Secretariado Trinitario, Salamanca, 1997, p. 27).
2 comentarios:
Me gustó el post, Suso. Siempre estamos mirando los datos malos, las decenas de españoles que cada día dejan de creer en Dios y en la Iglesia, pero olvidamos casos como los tres que citas. Cada conversión es un milagro.
Me recordó la frase que oí una vez a un clérigo: si los sacerdotes que ofician funerales fueran conscientes de la oportunidad única para convertir a gente que nunca pisa la iglesia, se esforzarían mucho más en los sérmones.
Tienes toda la razón. Las homilías son una oportunidad única que muchos curas desaprovechan malamente. ¡Qué diferencia va de un buen sermón a uno malo!
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