Muchos son los que juegan con un dado que tiene en sus seis caras el número cinco, de modo que su recorrido por la vida cristiana es de oca en oca, es decir de sacramento en sacramento y ahora tiro porque es el momento. Así, primero es el bautismo, después la primera comunión, después la confirmación, después la boda, y, para finalizar, la muerte. Entre medias, nada, o asuntillos menores que de cuando en vez los llevan a la iglesia. ¿Cuántos serán los que, a falta de ritos civiles de paso, echan mano de los sacramentos de la iglesia para dar realce a los momentos cumbre de la vida? Acaso, como en una ocasión dijo Olegario González de Cardedal en un programa de televisión hace ya un montón de años, sea ésta una asignatura pendiente de la sociedad civil, demasiado deudora todavía de los ritos católicos y no propietaria de los suyos propios.
Al lado de estos están aquellos cuyo dado tiene en todas sus caras el número uno, de modo que desde el principio hasta el final no dan grandes saltos sino pasos diarios, pues la vida cristiana no es otra que la propia de todos los días. Entre sacramento y sacramento no hay hiato sino continuidad, un cristianismo no a tiempo parcial sino a tiempo completo, en todo tiempo. Es inconcebible en este caso andar a salto de mata, de momentazo en momentazo, pues el pan nuestro de cada día esperan recibirlo siempre de Dios, como quien se sabe de veras convocado al banquete de los hijos al menos cada domingo y fiestas de guardar, por decirlo ya en román paladino, y para cumplir, sí, no un “cumplo” y “miento” sino un “es para mí el mayor de los cumplidos que tú me convoques a tu mesa, Señor”.
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