“Entonces intentaban agarrarlo; pero nadie
le pudo echar mano, porque todavía no había llegado su hora” (Juan 7, 30).
“Algunos querían prenderlo, pero nadie le puso la mano encima” (Juan 7, 44). “Y
nadie le echó mano, porque todavía no había llegado su hora” (Juan 8, 20).
“Entonces cogieron piedras para tirárselas, pero Jesús se escondió y salió del
templo” (Juan 8, 59). “Intentaron de nuevo detenerlo, pero se les escabulló de
las manos” (Juan 10, 39). “Esto dijo Jesús y se fue y se escondió de ellos”
(Juan 12, 36). Lo quieren prender, lo quieren agarrar, le quieren poner la mano
encima, pero Jesús se esconde, escapa, se escabulle: es una anguila. Y es que,
así como es el Señor del sábado, es Jesús el Señor de su Hora, que no es otra
que aquella en que, entregándolo Judas, se entrega voluntariamente él mismo: Judas lo entrega pero es Jesús quien se
entrega. “Nadie me la quita (la vida), dice Jesús, sino que yo la entrego
libremente” (Juan 10, 18). Porque es Jesús dueño de su vida, que él entrega
libremente, es dueño de su hora y por eso, llegada esta, es él el que sale al
encuentro de los que lo buscan: ahora ya no se esconde ni se escabulle sino que
“sabiendo todo lo que venía sobre él, se
adelantó y les dijo: ‘¿A quién buscáis’. Le contestaron: ‘A Jesús, el Nazareno.
Les dijo Jesús: ‘Yo soy’” (Juan 18, 4). “Solo porque yo me entrego, podéis
atraparme: es mi hora, es vuestra hora, hacedlo”: esto es lo que parece decir
Jesús, suya es la iniciativa: en la hora de la aflicción, Jesús continúa siendo
el Señor.
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