No me confieso, ni siquiera una vez al año, por dos motivos.
El primero, porque el sacramento de la confesión nació en las primeras comunidades
cristianas tras comprobarse que había bautizados que, tras quedar limpios de
todo pecado en el bautismo, llegaban a pecar gravemente, por lo que era
necesario una nueva limpieza, que tenía lugar en el sacramento de la confesión.
El segundo motivo es que ya hago confesión de mis pecados en el confiteor de la misa dominical, donde
obtengo el perdón de los mismos. Del primer motivo se deduce que sí acudiría a
un confesionario si fuese consciente de haber cometido un pecado grave. No creo
haberlo cometido nunca, pero no pongo la mano en el fuego ni siquiera por mí:
¿y si me cerré a luz que me informaba que sí había incurrido en él?
Esta práctica la rompí hace unos cuantos años cuando lleve a
mi madre a confesarse a la catedral de Santiago de Compostela. Allí, me sentí
empujado (¿por el Santo Espíritu?) a hacerlo yo también. Me acerqué a un
confesonario no sin antes cerciorarme de que me iba a encontrar con una cara
amable: las hay que tiran “patrás”. “Mire, padre, me resulta imposible detallar
mis faltas; sólo puedo decirle que supongo que soy un pecador; poco o nada más
puedo añadir”. Vivaraz, alegre, el buen sacerdote le quitó importancia a todo
esto y me absolvió con mucho contento. Yo salí encantado.
De todos modos sí pesaban un poco en mi conciencia dos no sé si pecados o pecaditos que nunca había detallado. Uno para mí si tenía al menos en cierto modo alguna gravedad, tal vez mucha, tal vez no tanta, no lo sé. Quería confesarlos en cualquier caso. Pocos años después me encontraba de nuevo en la catedral de Santiago. A mi izquierda estaba un sacerdote cuyo rostro no me satisfacía especialmente pero tampoco me disgustaba. Estaba esperando que terminase de hablar con un guardia vigilante. Como parecía que esto no iba a ocurrir pronto, me acerqué y me arrodillé. Y confesé, los confesé. Pero, vaya, poca importancia le dio a mis pecados, ¡mis pecados tan míos, tan importantes, de los que estaba tan prendado! Pues no, no me los “valoró” en su debida relevancia, la que yo creía que tenían y, tras quedar absuelto, me quedé un poco chafado. “¡Vaya cura éste, no tratar mis pecados como ellos lo merecen!” En mi quedarme chafado estuvo mi penitencia. Ya decía en una entrada anterior que Dios ningunea nuestros pecados pues bien sabe él que hasta podemos enorgullecernos de ellos.
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