Allá por mis treinta años me hizo mucho bien identificarme con un sapo. Durante unos meses, quizá un año, es lo que fui, y no uno que camuflase a un príncipe sino un sapo sapo. Irredento, anhelaba la redención de la visibilidad y la luz, no ser negado, ponerse al nivel de las águilas y las panteras, las ardillas y los caballos.
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