“Una enfermedad bien administrada es mejor que
una canonjía”, comentó mi tío Luis, mercedario en Sevilla, pensando en sus dos
compañeros, “dos maulas”. El mes de agosto lo pasó con nosotros, quince días
aquí, con su hermana Pilar, mi madre, y la otra quincena con su hermano Darío.
El verde ante los ojos, que tanto añora, el aire fresco y el cariño y la
escucha que recibe de su familia reponen sus fuerzas. El mes de julio lo había
dejado exhausto. Se sumaron su insomnio, el calor terrible, sus 87 años y la
maulitis de sus hermanos de la Orden de la Merced. Allí calla para no armar
guerra pero con nosotros se desahoga. Se quejó, por ejemplo, del magro por no
decir nulo resultado de las visitas que los superiores realizan a las casas
mercedarias, pues no averiguan con antelación ni in situ los problemas que hay en ellas para intentar solucionarlos.
“Siendo así las cosas no me extraña que no haya vocaciones”, dice. “Aquí
demuestra Dios su sabiduría. Él sabe lo que hace. Mientras no cambien las cosas
es mejor para los jóvenes que no entren en la Orden”. El problema es más
complejo, claro, y él lo sabe, pero no estaba ante un comité científico
analizando un problema sino con los suyos, desahogándose. Mi madre le recordó
entonces la obra de misericordia que venía al caso: “Sufrir con paciencia las
adversidades y flaquezas de nuestro prójimo”. Y antes de que terminase mi madre
su enunciado mi tío se unió y lo acabó con ella. “En eso estamos”, concluyó.
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