Cuando se pusieron a hablar de la vida
conyugal la expresión que más sonó fue “es complicado”. Después de escucharlos
durante un rato lancé la comprometedora pregunta: “¿Pero merece la pena?”
“Haber tenido hijos fue una alegría”, dijo uno, mientras la cara de su mujer
reflejó cierto descontento. El segundo dijo que en el caso de que se divorciara
tenía claro que no se volvería a casar. Y, finalmente, el tercero, el más
rocambolesco, remató la faena diciendo que le gustaría ser mujer para poder
tener hijos sin el concurso de una pareja, para algo están los bancos de semen.
Yo saqué el caso de X e Y, también conocidos por uno de los presentes, como
ejemplo de matrimonio de excelente rodar. “Sí, pero de esos hay uno por cada
mil”, añadió alguien. Mentiría si dijera que la atmósfera estuvo presidida por
una sensación de fracaso o amargura. Había más bien un fondo de realismo y
hasta de cierto humor, y la conciencia de que el paso de los años les había
concedido cierto savoir faire. Ciertamente,
es complicado.
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