¿En qué quedó la mansedumbre de Jesús cuando,
al acercarse la Pascua de los judíos y subir a Jerusalén, al entrar en el
templo y encontrarlo lleno de vendedores y cambistas, con un azote de cordeles echó
a los primeros, junto con las ovejas y bueyes que vendían, y volcó las mesas de
los segundos (Mateo 21, 12)? Debo creer que quedó donde estaba, en su corazón,
pues no necesitaba salir de él para hacerle sitio a la ira, y ser así la suya
la ira del “manso y humilde de corazón” (Mateo 11, 29). La justicia de Dios es
la del Dios de la misericordia y la ira de Jesús es la del Jesús de la
mansedumbre, del que curó enfermos, resucitó a los muertos, perdonó a los
pecadores, del que pone la mejilla para que le abofeteen la otra, del que da
también el manto cuando le quitan la túnica, la del que va dos millas con quien
le he pedido que vaya una, la del que no resiste el mal y es por ello apresado,
flagelado, escupido, burlado, portante de su cruz y en ella clavado, la del que
perdona a quienes lo crucificaron. ¿No ha de ser por eso santa y justa la ira
del varón de dolores, la del cordero degollado, la de quien, tras resucitar,
nos dice “mi paz os dejo, mi paz os doy”? Ira de paz, que no mata, sino que se
deja matar.
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