sábado, 7 de febrero de 2015

La ira del manso

¿En qué quedó la mansedumbre de Jesús cuando, al acercarse la Pascua de los judíos y subir a Jerusalén, al entrar en el templo y encontrarlo lleno de vendedores y cambistas, con un azote de cordeles echó a los primeros, junto con las ovejas y bueyes que vendían, y volcó las mesas de los segundos (Mateo 21, 12)? Debo creer que quedó donde estaba, en su corazón, pues no necesitaba salir de él para hacerle sitio a la ira, y ser así la suya la ira del “manso y humilde de corazón” (Mateo 11, 29). La justicia de Dios es la del Dios de la misericordia y la ira de Jesús es la del Jesús de la mansedumbre, del que curó enfermos, resucitó a los muertos, perdonó a los pecadores, del que pone la mejilla para que le abofeteen la otra, del que da también el manto cuando le quitan la túnica, la del que va dos millas con quien le he pedido que vaya una, la del que no resiste el mal y es por ello apresado, flagelado, escupido, burlado, portante de su cruz y en ella clavado, la del que perdona a quienes lo crucificaron. ¿No ha de ser por eso santa y justa la ira del varón de dolores, la del cordero degollado, la de quien, tras resucitar, nos dice “mi paz os dejo, mi paz os doy”? Ira de paz, que no mata, sino que se deja matar.

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