¡Qué torturante es la desigualdad entre los
destinos de las personas, de las generaciones, de los pueblos! Buena fortuna
para unos, mala fortuna para otros, a ratos buena a ratos mala para otros
tantos; pueblos libres y pueblos esclavos; generaciones florecientes y
generaciones masacradas; niños que llegan a vivir noventa años y niños que se
mueren de hambre nada más nacer; hombres mecidos por la felicidad y hombres que
sufren las torturas más salvajes; los que, a tiempo, escaparon de la Alemania
nazi y los que no pudieron escapar; los que acabaron en el gulag y los que se
libraron de él; los que lloraron siempre y los que casi siempre sonrieron; los
aterrados por crueles enfermedades y los que no pillaron ni un resfriado en toda
su vida; los que pudieron ser lo que quisieron ser y los que, perdiéndose, no
acertaron a serlo; los culpables que no fueron inculpados y los que, siendo
inocentes, sufrieron la pena capital. ¿Por qué no fui un judío buscado,
atrapado, transportado, internado, esclavizado, muerto? “¿Por qué a mí?”,
gritan unos. Los otros, en cambio, no gritan “¿por qué no a mí?” El peso de la
eternidad tiene que remediar todo esto, tiene que igualar las suertes en un destino final de dicha absolutamente reparadora,
para que todos entendamos y aceptemos.
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