Le pedí a una persona amiga que me hiciese
unas fotos que necesitaba. Estábamos en su casa. Para que me relajara y me
encontrase a gusto delante de la cámara, empezó a hacerme preguntas sobre mi
vida, preguntas en verdad íntimas y que yo contesté con algo de apuro pero al
mismo tiempo completamente confiado; me sentía “amistosamente” atrapado bajo el
foco de la cámara que ella manejaba, siervo de ella, de ellas debiera decir,
que se había adueñado de la escena. Lo que nunca jamás me hubiera preguntado en
cualquiera otra situación, lo hizo ahora, como si en la cámara encontrase al
mismo tiempo una excusa y un aliado; yo, que no veía su cara, me sentía
impelido a responder como si estuviera bajo las órdenes de un interrogador
profesional a cuyos pies caían los cerrojos de mi intimidad. Entre la
perplejidad y el contento, la situación se prolongó mientras duró la sesión de
fotos. Todo fue extrañó y al mismo tiempo ligero, sin tensión. Nunca hubiese
imaginado que X, tan celosa de su intimidad, acertase a desnudarme con la ayuda
de una cámara. Con razón se negaban los nativos de ciertas tribus a ser retratados,
temiendo que las fotos les robasen el alma.
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