Don José Jiménez Lozano nos espera sentado y leyendo un libro
junto a la puerta de su casa, al otro lado de la verja. Es un hombre muy bajo y
viste un elegante traje de color canela. Aurora le entrega a su mujer, doña
Dora, de Adoración, una tarta de chocolate que ha hecho ella misma. “Para los
nietos”, le dice, tras escuchar sus cariñosas protestas.
Nos sentamos en el jardín, cada cual con la consumición que nos
ha ofrecido doña Dora. Le pedimos que se quede con nosotros y así lo hace. Corre
el aire, todavía no muy altanero. El autor de Sara de Ur lleva puestas unas gafas de sol, que se quita un poco
más tarde. Vemos entonces sus ojos azul claro, vivísimos. Las intervenciones
más largas del diálogo que se entabla entre nosotros corren a su cargo.
Hablamos de muchas cosas: de literatura, de arte, de política, de educación, de
historia. Yo lo escucho extasiado: ¡me encuentro ante una leyenda viva de la
literatura española! Su mirada recorre las nuestras. Cuando se detiene en la
mía yo me cuelgo en la suya, con ansia de encuentro.
Dos horas más tarde, a las siete, el viento comienza a ser
molesto y doña Dora nos invita a entrar. La conversación continúa en el
escritorio de su marido, ordenado y atestado de libros, acaso más íntima. Resulta
muy gracioso ver cómo don José Jiménez Lozano se encrespa y pega un brinco en la
silla cuando su esposa atempera alguna de sus observaciones.
A las ocho decidimos marcharnos. Fuera de la casa, a pocos metros
de la verja, se repiten los apretones de manos. Yo soy el último en estrechar
la del maestro. Obtengo entonces un maravilloso regalo: retiene durante un buen
rato la mía, mientras nos dirige unas últimas palabras. Dada su poca altura,
tengo que inclinarme un poco para poder sostener la suya.
Ya en el coche de vuelta a Ávila, G., el
marido de Aurora, dice: “yo de mayor quiero ser como él”.
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