viernes, 13 de septiembre de 2013

El hombrecillo

Don José Jiménez Lozano nos espera sentado y leyendo un libro junto a la puerta de su casa, al otro lado de la verja. Es un hombre muy bajo y viste un elegante traje de color canela. Aurora le entrega a su mujer, doña Dora, de Adoración, una tarta de chocolate que ha hecho ella misma. “Para los nietos”, le dice, tras escuchar sus cariñosas protestas.
Nos sentamos en el jardín, cada cual con la consumición que nos ha ofrecido doña Dora. Le pedimos que se quede con nosotros y así lo hace. Corre el aire, todavía no muy altanero. El autor de Sara de Ur lleva puestas unas gafas de sol, que se quita un poco más tarde. Vemos entonces sus ojos azul claro, vivísimos. Las intervenciones más largas del diálogo que se entabla entre nosotros corren a su cargo. Hablamos de muchas cosas: de literatura, de arte, de política, de educación, de historia. Yo lo escucho extasiado: ¡me encuentro ante una leyenda viva de la literatura española! Su mirada recorre las nuestras. Cuando se detiene en la mía yo me cuelgo en la suya, con ansia de encuentro.
Dos horas más tarde, a las siete, el viento comienza a ser molesto y doña Dora nos invita a entrar. La conversación continúa en el escritorio de su marido, ordenado y atestado de libros, acaso más íntima. Resulta muy gracioso ver cómo don José Jiménez Lozano se encrespa y pega un brinco en la silla cuando su esposa atempera alguna de sus observaciones.
A las ocho decidimos marcharnos. Fuera de la casa, a pocos metros de la verja, se repiten los apretones de manos. Yo soy el último en estrechar la del maestro. Obtengo entonces un maravilloso regalo: retiene durante un buen rato la mía, mientras nos dirige unas últimas palabras. Dada su poca altura, tengo que inclinarme un poco para poder sostener la suya.
Ya en el coche de vuelta a Ávila, G., el marido de Aurora, dice: “yo de mayor quiero ser como él”.

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