Abraham le pidió a Dios que no destruyese Sodoma si encontraba en ella cincuenta justos, o sólo cuarenta y cinco, o cuarenta, o treinta, o veinte o sólo diez. Abraham insistió e insistió -tras la primera petición vinieron cinco más- para ganar la voluntad del Señor. Esta lectura del Génesis fue la primera de la misa del domingo 28 de junio, el décimo séptimo del tiempo ordinario. El evangelio del mismo día, como un perfecto eco de esa historia del primer libro del Antiguo Testamento, refrenda el derecho que tiene el hombre a mostrarse insistente ante Dios: “Si el otro insiste llamando, yo os digo que, si no se levanta y se los da (tres panes) por ser amigo suyo, al menos por la importunidad se levantará y le dará cuanto necesite”.
Justamente esta fe insistente es la que Jesús se pregunta si la encontrará el Hijo del hombre cuando venga: “... ¿no hará justicia a sus elegidos que claman ante él día y noche? (...) Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?” Entonces no es ya sólo que el hombre tenga derecho a suplicarle a Dios insistentemente, sino que la fe acendrada, la verdadera es la que está sostenida por la constancia rogatoria, que no termina cuando termina el día sino que continúa durante la noche. Tal es la confianza que Dios quiere que tengamos en él, la que lo haga levantarlo de la cama para atender a quien, siendo ya medianoche, acude a él y lo llama no una sino todas las veces que hagan faltan. Cuanta más impetración más oración, cuanta más oración más fe, cuanta más fe más amor. ¿Cómo entonces no ha de quererlo Dios?
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