“Cristo, en los días de su vida mortal, a
gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de
la muerte, siendo escuchado por su piedad filial. Y, aun siendo Hijo, aprendió,
sufriendo, a obedecer” (Hebreos, 5, 7-8). Me estremezco siempre que oigo o leo
este texto de la carta a los Hebreos. Saldría uno del estremecimiento, o
incluso del horror, si le fueran concedidas lágrimas para llorar los
sufrimientos del Hijo amado. Como a las hijas de Jerusalén, también nos diría
Jesús: “no lloréis por mí, llorad por vosotros” (Lucas 23, 28). Pero ¿no pueden
caber en el mismo llanto las lágrimas que derramemos por Jesús y las lágrimas
que derramemos por nosotros, por nuestros pecados? ¿No es sólo llorando los
padecimientos del Hijo como puede uno llorar eficazmente por sí mismo, pues es en
sus heridas donde vemos nuestros delitos?
No hay comentarios:
Publicar un comentario