Ir al Museo de Historia del Arte de Viena (el Kunsthistorisches
Museum) sin tener claro qué autores quería ver significaba abonarse a un
vagabundeo sin control, en puro despiste, cansino. La hora además no era la más
adecuada: después de comer y sin dormir la siesta. Preferí cumplir la idea
previa que llevaba: ver obras de Klimt y Egon Schiele. Estaban en el museo
Leopold, vecino del anterior, ambos en la plaza de María Teresa. De ambos había
muy poco, si bien del segundo tiene la mayor colección en el mundo, aunque me
parece que no tiene lo más importante. Lo que vi en cualquier caso me gustó mucho.
Este autorretrato de Egon Schiele es deslumbrante: los pelos de las axilas, del
pubis y de las piernas; el ojo rojo, las tetillas rojas, el ombligo rojo; la
oscuridad marrón de la cabeza, los brazos y las antepiernas; la claridad
amarilla del abdomen; las puntas huesudas, salientes; el brazo derecho
escondiendo el cuello, el izquierdo yéndose tras la cabeza; el sexo impúdico
que las piernas abiertas dejan al descubierto: todo compone una figura extrañísima,
alucinada, que se retrae y se ofrece, un tanto monstruosa. De Klimt había unos
grandes paneles, en blanco, negro y gris, pedidos por la universidad de Viena
para sus facultades de Derecho, Medicina y Filosofía, impresionantes. Pero a mí
lo que más me gustó fue el Estudio de la cabeza de un hombre ciego: de haber estado solo y en horas más propicias,
me habría pasado un buen rato contemplándolo.
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