Se quejaba, y no le faltaba
razón, de las defensas de la familia que huelen a alcanfor numantino, que sacan
pecho a lo Cid Campeador con pose calculada. A su supuesto enemigo más que
identificarlo lo desorbitan, y hasta parece que llevarían mal no tenerlo pues
entonces no podrían blandir su espada. Yo vuelvo a acordarme de lo que ya
escribía Gregorio Marañón en su Amiel
en 1932: “El miedo de la sociedad pacata a que desaparezca la familia y se
hunda el mundo cada vez que éste da un estirón (una revolución) en su crecimiento,
es tan antiguo como la creencia de la venida inmediata del Anticristo, del fin
del universo, etc. Leyendo el estudio sobre Rousseau, en los Essais critiques, de Amiel, recordábamos
que una de las preocupaciones del gran revolucionario del siglo XVII era,
precisamente, el peligro en que, según él, se encontraba la sociedad, porque,
decía, ‘la familia está comprometida, no existe vida doméstica verdadera, la
galantería es una práctica universal y casi un honor el adulterio’. Ahora, casi
dos siglos después, nuestros obispos católicos se lamentan de lo mismo y con
las mismas palabras que el pensador ginebrino. Ni entonces, ni ahora, ni nunca
le pasará nada fundamental a la
familia”.
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