Estos días, en el trabajo, me ha tocado ver las actas de las promociones del bachillerato de finales de los sesenta del pasado siglo, y enseguida reparé en algo muy común en aquellos años: la uniformidad onomástica. Quien no se llamaba María se llamaba Carmen y quien no se llamaba Manuel se llamaba José, por abrumadora mayoría. Está claro que no existía el prurito de la diferenciación. Pasan los años, pasamos las actas, y venimos a tiempos más recientes, donde uno repara en lo contrario. No sólo se abre al abanico onomástico, sino que se buscan nombres que suenen a nuevo, a veces hasta extremos delirantes, de modo que uno pueda decir de su vastaguito “sólo el mío se llama así” o, cuando menos, “son muy pocos los que se llaman así”. ¿Se rastrea aquí el paso de una sociedad más o menos cerrada y muy sometida a un común rasero, a una sociedad abierta en donde el individuo busca afinarse como diferente?
No hay comentarios:
Publicar un comentario