Al desconocer que iba a encontrarme con
Jacqueline Bisset en El amante doble, de François Ozon, tuve una alegría
mayor que la que hubiese tenido de haberlo sabido. De repente apareció con sus
bellos ojos azules y yo me dije “¡guau!”. Tardé en enterarme de que es una
actriz británica. Al llamarse Jacqueline y tenerla asociada a La noche
americana, de Truffaut, siempre pensé que había nacido en suelo francés. En
cierto modo es así, pues su madre era del país galo. Su dueto con Candice
Bergen en Ricas y famosas, de George Cukor, es absolutamente
inolvidable. De la mano del expertísimo director de mujeres, levantan entre las
dos una película portentosa, puro y gozoso cine. Pero el primer plano que viene
a mi memoria siempre que pienso en ella es el de la mentada película de
Truffaut, aquel close-up que la muestra felina e increíblemente hermosa. Ella
aparece tras la claqueta, y yo reproduzco en mi cabeza su golpe y digo:
“¡acción!” Todos los seres humanos somos nuestros ojos pero unos lo son más que
otros. Es el caso de Jacqueline Bisset.
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