Los golpes de la vida, al macerarnos, consiguen que nuestra carne se extienda y que disminuya su espesor. Ofrecemos así una superficie mayor y una menor resistencia. Gracias a esto, le es más fácil al viento empujarnos y alzarnos. Antes éramos una vela chica y encogida; ahora somos una vela grande y desplegada.
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