“Quiero darle a este último igual que a ti. ¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?” (Mateo 20, 1415)
La libertad ingobernable de Dios. La bondad ingobernable de Dios. Su divino saber hacer, al margen de que nosotros entendamos o no entendamos, un no entender que merecerá todas las amonestaciones si nace de la envidia o conduce a ella, amonestación que también recibirá quien se irrite y sienta celos, como el hermano mayor del hijo pródigo. Pero si el no entender, naciere donde naciere, termina en un amén ante esas ingobernables e inescrutables libertad y bondad divinas, se dejará envolver y penetrar por el misterio para ir, un poquito, entendiendo. Y es que Dios ama con ton y son exclusivamente suyos, lo que, ante ojos envidiosos y celosos, será un amar sin ton ni son, y lo hace así porque se lo pide el cuerpo, el Cuerpo de Cristo, con cuya entrega dio la medida del amor del que es capaz: hasta la cruz y la muerte, hasta al fin, a todos y en todo lugar y tiempo, por los siglos de los siglos, con divina tozudez, “injustamente”, porque los últimos serán los primeros, las noventa y nueve ovejas serán dejadas para buscar la única que estaba perdida, porque merecerá una fiesta con el mejor cabrito, no el hermano que estuvo siempre en casa, sino el que se había marchado y ha vuelto.
3 comentarios:
Gran tema, Suso, mucha tela que cortar.
Y muy bueno lo de su ton y su son. Cuánto nos cuesta entender que el amor de Dios no tiene absolutamente nada que ver con nuestros merecimientos. En el fondo ningún amor digno de ese nombre. Cuanto más de verdad va siendo, menos relación con los merecimientos.
Cómo es el amor de Dios empiezas a intuirlo, aunque sea muy de lejos, cuando tienes hijos, ese querer más al que más gordas las hace, porque te parece que está más perdido, o porque lo necesita más.
Pero hacer eso extensivo, qué dificilísimo, que imposibilísimo a veces. Querer al que no para de tocarte las narices...uf, recordar que Dios lo quiere igual o más que a ti e intentar verlo con sus ojos, pensar justo lo que dices: que por ése y por ése y por el otro, Cristo vino al mundo y se dejó crucificar, y que anda buscándolos sin descanso... Y no sólo al tocapelotas, que dos minutos después ya lo has olvidado, sino también al Zapa (hago verdaderos esfuerzos por recordármelo aunque no lo parezca), a todos los Oteguis del mundo, a los asesinos, a los violadores... todo eso es muy dificil. Hace falta meterse al corruncho ese que decía Ángel y meditárselo todos los días un rato.
Volviendo a lo que decía Gómez Dávila, qué fácil nos resulta llamar misericordia a toda la injusticia que vamos a necesitar, pero cuánto cuesta verlo igual en los demás.
Y no es una cuestión de envidia me parece a mí (¿tú crees que el hijo pródigo quería que le asaran también un cabrito a él y le dieran una fiesta aún más grande?), sino de que no acabamos de entender el amor inmerecido, inmerecido a nuestros ojos, claro, que seguimos con el rollo de los merecimientos.
Gracias Suso (no sé si ya te comenté una vez del libro de Nouwen sobre el hijo pródigo; a mí me gustó: cómo vamos pasando por los papeles de todos los personajes de la parábola, qué personaje tenemos que intentar ser al final...)
Un abrazo y gracias otra vez.
Gran tema y casi único tema: el amor de Dios. Porque Dios ama, y a su manera, todo lo demás cobra sentido. "Sólo el amor es digno de fe", dice el título de un librito de von Balthasar.
Si hablo de la envidia es porque es el texto evangélico quien la menciona, al menos en la traducción de la Biblia de Jerusalén.
Cómo consuela ese amor inmerecido, esa injusticia.
Precioso el hijo pródigo de Nouwen. Sólo nos queda intentar parecernos al Padre; somos pródigo y mayor demasiadas veces.
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