“¡Lástima que el Amor un diccionario / no tenga donde hallar / cuándo el orgullo es simplemente orgullo / y cuándo es dignidad!” Así se lamenta Gustavo Adolfo Bécquer en su rima XXIII, y con él también nosotros, pues con ese diccionario en la mano, ya sea para asuntos de amor, ya para cualesquiera otros, sabríamos cuando “el orgullo es simplemente orgullo y cuándo es dignidad”, y entonces actuaríamos en consecuencia, no concediéndole defensa alguna al primero y concediéndosela toda a la segunda. Porque el orgullo, o soberbia, no es más que un trapo sucio y roto que nosotros creemos túnica sagrada y que por eso fortalecemos pensando que así acudimos en ayuda de nuestro mejor yo. Nada más falso. Nuestro mejor yo es el que queda amparado por la dignidad, ésta sí manto regio, porque da cimiento, columna y techo a nuestra condición humana, al “yo” que es grande porque es hombre, no por ser la suma de arrogancias, vanidades y demás supercherías.
Pero el territorio de nuestro ser no tiene fronteras claras entre unas zonas y otras y todo se mezcla con todo, así también el sentimiento de nuestro dignidad con el de nuestro orgullo, el de nuestro yo grande con el de nuestro yo pequeño, resultándonos difícil por ello cartografiarnos y tener un buen mapa de nosotros mismos que nos permitiese saber cuándo sufre un ataque la región de nuestro orgullo y cuándo la de nuestra dignidad, de modo que ante el primero omitiésemos todo contraataque lanzándolo por el contrario en toda regla contra el segundo.
Un buen mapa, o un diccionario, como querría Bécquer, que definiese claramente en situaciones existenciales concretas qué cosa sea uno y qué la otra. Ante la ausencia de tales instrumentos, no podemos sino dar palos de ciego, sintiéndonos heridos tantas veces en nuestra dignidad cuando lo cierto es que es nuestro orgullo el que ha salido malparado.
Pero el territorio de nuestro ser no tiene fronteras claras entre unas zonas y otras y todo se mezcla con todo, así también el sentimiento de nuestro dignidad con el de nuestro orgullo, el de nuestro yo grande con el de nuestro yo pequeño, resultándonos difícil por ello cartografiarnos y tener un buen mapa de nosotros mismos que nos permitiese saber cuándo sufre un ataque la región de nuestro orgullo y cuándo la de nuestra dignidad, de modo que ante el primero omitiésemos todo contraataque lanzándolo por el contrario en toda regla contra el segundo.
Un buen mapa, o un diccionario, como querría Bécquer, que definiese claramente en situaciones existenciales concretas qué cosa sea uno y qué la otra. Ante la ausencia de tales instrumentos, no podemos sino dar palos de ciego, sintiéndonos heridos tantas veces en nuestra dignidad cuando lo cierto es que es nuestro orgullo el que ha salido malparado.
1 comentario:
Dignidad es lo que queda cuando ya no queda orgullo. Y qué pura y que limpia se levanta entonces.
El orgullo infla, la dignidad salva.
Es muy buena la comparación entre esa túnica que sólo es un trapo y el manto regio. Lleva, otra vez, a la parábola del hijo pródigo, que también habla de estas cosas: El hombre que lo ha perdido todo y que, viéndose convertido en menos que un cerdo, convertido en cosa, recuerda que es "hijo".
Gracias, Suso. Muy chulo ese caminante que sale a la izquierda.
Un abrazo.
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