“Glorificad, por tanto, a Dios con vuestro cuerpo” (1 Cor 6, 20).
Lo hace el bailarín, Señor, al ajustar el movimiento de su cuerpo al ritmo de la música, siguiendo el dibujo de una coreografía.
Lo hace el gimnasta, cuando emprende una veloz carrera para adquirir la fuerza que le permita elevarse en el aire y trazar un doble mortal hacia adelante.
Lo hace el trapecista, allá arriba, al soltar el trapecio y volar dando un giro hacia las manos de su compañero.
Lo hace el corredor de 100 metros, en pura tensión muscular y sanguínea, con ánimo de lograr la mayor velocidad posible.
Lo hace el saltador de altura, el cual, tras una carrerilla, se eleva hasta una altura superior a los dos metros, arquea su espalda sobre el listón, lo sobrepasa y cae feliz en la colchoneta.
Lo hace el nadador que corta las aguas con sus brazos y avanza sobre la superficie del mar, delfín él también.
Lo hace quien agujerea ese mismo mar como una lanza, después de haberse lanzado desde lo alto de un acantilado y ornar su caída con un triple mortal escarpado.
Lo hace la gimnasta rítmica con el aro, uno con ella en pura simbiosis, redondo él y redonda ella, tanta es su elasticidad.
Lo hacemos, Señor, cada vez que, mostrando agilidad, elasticidad, ritmo, belleza, fuerza, soltura, armonía, nuestro cuerpo, en un ya pero todavía no, va aprendiendo a ser lo que un día será en plenitud: un cuerpo glorioso.
Lo hace el bailarín, Señor, al ajustar el movimiento de su cuerpo al ritmo de la música, siguiendo el dibujo de una coreografía.
Lo hace el gimnasta, cuando emprende una veloz carrera para adquirir la fuerza que le permita elevarse en el aire y trazar un doble mortal hacia adelante.
Lo hace el trapecista, allá arriba, al soltar el trapecio y volar dando un giro hacia las manos de su compañero.
Lo hace el corredor de 100 metros, en pura tensión muscular y sanguínea, con ánimo de lograr la mayor velocidad posible.
Lo hace el saltador de altura, el cual, tras una carrerilla, se eleva hasta una altura superior a los dos metros, arquea su espalda sobre el listón, lo sobrepasa y cae feliz en la colchoneta.
Lo hace el nadador que corta las aguas con sus brazos y avanza sobre la superficie del mar, delfín él también.
Lo hace quien agujerea ese mismo mar como una lanza, después de haberse lanzado desde lo alto de un acantilado y ornar su caída con un triple mortal escarpado.
Lo hace la gimnasta rítmica con el aro, uno con ella en pura simbiosis, redondo él y redonda ella, tanta es su elasticidad.
Lo hacemos, Señor, cada vez que, mostrando agilidad, elasticidad, ritmo, belleza, fuerza, soltura, armonía, nuestro cuerpo, en un ya pero todavía no, va aprendiendo a ser lo que un día será en plenitud: un cuerpo glorioso.
2 comentarios:
Bellísimo, Suso. Pero ¡ay!
Como no lo hagamos también cada vez que tenemos un ataque de lumbago o pegamos un traspiés... uff.
Y muchas gracias de nuevo.
Tienes razón, CB, y en ese caso el cuerpo se prepararía para la gloria por la vía de la cruz.
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