Todavía me
río al recordar el “¡maldita genética!” en el que prorrumpió mi prima X. Se
refería a la que había permitido que su hijo heredase de su padre un rasgo de
su carácter que la ponía de los nervios y que, a la postre, fue la causa de su
separación. Lo sufría ahora en su hijo, que la condenaba a la misma
incompatibilidad. Lo dijo con ganas, como conjurando un hechizo.
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