Escribe Javier Marías: “He expresado a menudo mi preocupación y mi creciente
angustia por la manera en que se vive hoy el tiempo, o su transcurso. Lo que me
resulta más desconcertante es lo lejos -lo antiguo- que queda todo en seguida.
Lo he dicho otras veces: en cuanto algo se hace presente, por el mero hecho de
suceder o existir se convierte al instante en pasado, y además en pasado
remoto. Todo se torna viejo nada más nacer: los libros, las películas, las
revueltas, los derrocamientos, las guerras, los nuevos rostros y los nuevos
talentos, lo esperado y lo inesperado, lo sorprendente y lo consabido”. Estoy de acuerdo. Creo que es un efecto de la globalización y de
la accesibilidad instantánea de la información: una gran noticia saca de escena
a otra, la cual a su vez había hecho lo mismo con la anterior, la cual... ad infinitum. A mí se me hizo especialmente
patente con la dimisión de Benedicto XVI y el nombramiento como papa de
Francisco I. Fueron noticiones, grandes noticiones, pero su impacto en mí no
duró nada. Es más, con respecto a la elección del cardenal argentino Jorge
Mario Bergoglio para ocupar la cátedra de Pedro, nada más saberlo, instintiva
pero también reflejamente me retraje para que no se me convirtiese de inmediato
el evento en papilla. Quería que pasase todo el barullo inicial, que saliera el
asunto del circuito vertiginoso y devorador de los mass (que hoy son más mass que
nunca) media y entrase en el tiempo
lento y el espacio escondido donde las cosan son en verdad y pueden madurar.
Por otro lado, sólo cuando las cosas dejan de ser nuevas y empiezan a cumplir
días y semanas, que serán después meses y años, ocurre lo importante: fructifican.
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