No recordaba
quién era Nabucco en los primeros instantes de la retransmisión de la ópera de
Verdi en una de las grandes pantallas de los cines Cinesa, en Santiago de
Compostela, pero no tardé nada en saberlo una vez que fue nombrado: era, claro,
Nabuccodonosor. El gran tema de esta ópera es la conversión del rey babilonio a
la fe judaica, algo que no sabía, y uno de los momentos cumbres, el
archiconocido “Va pensiero”, al verlo y escucharlo con subtítulos y en el
contexto de la obra cobró entonces toda su grandeza: el pueblo judío,
desterrado en Babilonia, llora su destierro y añora su patria. En el fondo, los
escenógrafos habían colocado unas tiras verticales que cubrían de arriba abajo todo
el escenario. Yo vi en ellas la representación de cinco realidades: las
lágrimas de los judíos, las ramas de los sauces, las cuerdas de las cítaras, las
corrientes del río Éufrates y las aguas del río Jordán. Entonces, comprendido
en su totalidad, el famoso fragmento me pareció la cumbre de la conmoción y la
belleza. En una sala de cine, además, los que en ella estamos podemos ver
primerísimos planos de los rostros de los cantantes-actores, algo que no está
al alcance de los físicamente presentes en el teatro y que yo no cambiaría ni
de coña por una localidad en el patio de butacas. Tener tal imagen al alcance
de la mano es casi un milagro.
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