lunes, 27 de marzo de 2017

Un paseo por la novela americana

Entre los libros que me han hecho más feliz en los últimos tiempos están varias novelas americanas. Da la casualidad de que, en dos casos, di con ellas por pura casualidad, valga la redundancia, en esos merodeos que a veces hago por el apartado “Libros Kindle”, en Amazon. Fue así como di con una tal Marilynne Robinson, de la que nunca había oído hablar, y de la que devoré sus novelas Vida hogareña, Gilead, En casa y Lila. El segundo gran hallazgo fue el de Wallace Stegner, cuyo En un lugar seguro disfruté de lo lindo, como también, aunque menos, El pájaro espectador. Ahora estoy con Ángulo de reposo, una novela de más de setecientas páginas, y de la que, auguro, saldrán horas felices. En esta onda, cedí a una curiosidad antigua, la que tenía por la premio Nobel Tony Morrison, y no me defraudó en absoluto: La canción de Salomón hizo de mí un bienaventurado lector. El yankee desvergonzado que hay en mí voló como un pájaro por las hojas de estas novelas americanas, y espera seguir haciéndola por otras.
Por no salirnos de estos predios, mi otro gran momento con la novela americana fue Francis Scott Fitzgerald, no el de El gran Gatsby, que no me entusiasma, pero sí el de Suave es la noche y Hermosos y malditos. Faulkner fue otra cosa, también buena pero distinta: hay que tener buenos dientes para hincárselos a su barroquismo a veces un tanto exasperante. La pastoral americana, de Philiph Rot, no me dijo nada, y menos que nada el Cosmópolis de Don Delillo o La carretera de Cormac McCarthy. Me habría gustado que me hubiese gustado El cinéfilo, de Walker Percy, pero no fue así. Con Frank Bascombe, el célebre personaje de Richard Ford, tuve una buena entente en El periodista deportivo, que no continuó con la misma intensidad en El día de la Independencia, por lo que ya no quise seguirle la pista en Acción de gracias. Y ya puestos, ¿cómo no citar a Moby Dick, que debió ser la primera novela americana que leí y a la que acudí como quien acude a un santuario, tal es la fuerza que tienen los clásicos, al margen de que después nos gusten más o menos? De El guardián en el centeno esperaba más; los cuentos de Raymond Carver, en los que todo el mundo se ha divorciado varias veces, me gustaron mucho; nada Bullet Park, de John Cheever. Pero no, y ahora caigo: el primero no fue Melville y su ballena blanca, sino ¡Henry Miller! Su Trópico de Cáncer (o de Capricornio, vete tú a saber a estas alturas) debió ser un libro de mi hermano Rodrigo y nada pudo ser más probable que, en aquella época (Pero ¿qué época? ¿Con qué edad lo leí yo a usted, señor Miller: quince, dieciséis, diecisiete años?), cayera yo sobre él muy picado de adolescente curiosidad sexual. Años más tarde, Domingo García-Sabell escribió sobre él en más de una ocasión en una tribuna que le dispensó durante un tiempo el diario La Voz de Galicia. Y, bueno, voy acabando, sin olvidarme del gran Jack London, y tampoco, ¡¡claro!!, de la gran, gran

     FLANNERY O’CONNOR que es un punto y aparte y no merece ser citada, así, de pasada y sin más ni más, en este paseo que aquí termina.

P.D.: Alguno quedaba en el tintero, para mal, es decir, mal por no acordarme de él, como Truman Capote, cuyas A sangre fría y otras me gustaron mucho, y para bien, es decir, bien por no acordarme de él, como Paul Auster, autor aburrido donde los haya. Y, ¡ay!, esto de tirar del hilo y poner a trabajar la memoria es un no descansar, porque ahora recuerdo las cinco novelas de Dashiell Hammett que me leí de un tirón.

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