Ni a la primera ni a la segunda: fue a la
tercera, en pantalla grande, cuando Los
400 golpes, de François Truffaut, me golpeó. Nada más arrancar la película,
con los títulos de crédito sobrepuestos a un bellísimo París en blanco y negro,
supe que iba a ser así. La película de Truffaut necesitaba la gran pantalla
para propinarme un puñetazo emocional y estético. ¡Qué París el iluminado por
Henri Decae, al que de buena gana hubiera saltado desde el patio de butacas si
alguna improbable metafísica lo permitiera! ¡Y qué compases los de la música de
Jean Constantin, tan chaplinescos, puestos ahí como caídos del cielo, el que
necesita el joven Antoine Doinel y nosotros para no ahogarnos en la tristeza! Y
qué actorazo, Dios mío, Jean-Pierre Léaud, dando vida al protagonista. Yo
repudié en su día ese aire leve que proponía la nouvelle vague, un frescor que a mí me parecía demasiado etéreo,
acaso bordeando la superficialidad. Vista de nuevo Los 400 golpes, no otra cosa que un purísimo aire fresco es lo que
me arrebata.
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