Como buenos españoles,
algunos de mis hermanos y yo, llegada la ocasión -llegada la discusión-
hablamos muy alto. “¡Chhis, baja la voz!”, nos gritamos unos a otros. Además
ocurre que, en la cocina, en la que comemos los domingos, la sonoridad es
malísima. Si el techo estuviese más abajo, dice entonces, y una vez más, Pili, causaría menos ruido. También como buenos españoles, Lucía
y yo, llegado el momento, competimos a ver quien habla más rápido. Imagínense
entonces la combinación: gritar a toda prisa. Horrible. En lo que se refiere a
la altura de la voz la palma se la lleva mi cuñado/a X, si bien es cierto que
por lo menos “grita” despacio. La última vez que se nos dio por gritar (no
quiero presumir pero yo hice voto de silencio y no abrí la boca) fue a causa de
una cuestión tontísima. Horas, días después, pensaba para mí: “¡Ojalá nos
hubiese dado a todos un ataque de afonía!” Obligados a hablar más bajo,
hablaríamos también más despacio y estoy seguro de que nuestros pensamientos serían
más claros, mejores. La única que se salva, y que nos salva, de esto es mi
madre, como siempre, con su voz despaciosa, clara y dulcísima. ¡Ojalá la hubiéramos
heredado nosotros!
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